Nuestra Constitución vigente califica a nuestro Estado con tres adjetivos: social, democrático y de derecho. Estos tres calificativos son inseparables y se retroalimentan entre sí, de modo que, si uno falla, todos se resienten. Pero lo más importante es que encierran una jerarquía necesaria entre ellos: es el Estado social el que convierte a ese mismo Estado en democrático y sujeto a un derecho consensuado que garantice el carácter social e igualitario del mismo.
Porque decir social es decir igualdad entre todos: ricos o pobres, poderosos o esclavos, famosos o desconocidos, hombres o mujeres, europeos o africanos… una igualdad que reconoce precisamente la igualdad en derechos de toda diversidad, porque no somos robots de fábrica, sino humanos nacidos en un entorno y en unas circunstancias que determinan parcialmente nuestras vidas.
Parcialmente quiere decir que, por nacer hijo de un rey, no tienes que ser necesariamente un rey. Por ser hijo de un esclavo no tienes que ser necesariamente un esclavo. Porque todos tenemos derecho a la misma igualdad de oportunidades.
Quienes defienden que no hay que cambiar en nada la Constitución están defendiendo una contradicción. Porque es precisamente esa Constitución intocable, la que son incapaces de cumplir. Porque en España, como en ningún lugar del mundo, no somos todos iguales, sino que, muy al contrario, cada vez hay entre nosotros una brecha más profunda entre una cada vez más escasa élite de ciudadanos y una mayoría hambrienta y sedienta de pan y de justicia.
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